El Gran Padre Kakü Serankua puso firme destino en una bella india arhuaca. Le encomendó un difícil trayecto de dolor de parto y al final, sola en medio de la oscuridad dio a luz a dos seres. Ilusionada con sus críos descubrió que su piel era iluminada: los dos pequeños irradiaban una inmensa luz y sintió temor por ellos. Los escondió en una cueva para evitar que los demás indios fueran a notar su resplandor.
Sin embargo era tanta la luz que irradiaba que los iku se acercaron hacia la cueva de donde provenían los destellos. Los iku comenzaron a tocar instrumentos como flautas y caracoles, redoblaban sus tambores, tanta música que, el bebe varón, nombrado Yuí, salió de la cueva para ver de donde provenían las notas musicales.
Los indios iku trataron de tocarlo al ver la inmensa luz que salía de él, sin embargo Yuí se elevó al cielo y se quedó postrado en lo alto observando a la multitud. Muchos de los que intentaron tocarlo quedaron cegados por su inmenso resplandor.
De la cueva seguía brotando luz, por lo que los iku siguieron tocando su música y así salió la pequeña hembra llamada Tima, con su gran luz como su hermano. Pero los indios con gran temor le arrojaron ceniza para opacar un poco su luz y no quedar ciegos como los otros. Intentaron tocar a la bebe, pero ésta se elevó al cielo y se postró cerca de su hermano y desde ahí observa a su gente.
Así narran los indios arhuacos el origen del sol y de la luna. Por el día Yuí se encarga de brindarles la luz y el calor, mientras que por las noches tenuemente Tima lanza sus rayos opacos debido a la ceniza que lanzaron contra ella sus ancestros, iluminando el camino nocturno de los arhuacos.